POR UNA BULA PAPAL
A su alrededor todo era
caos, gritos de desesperación terror y muerte, era un sonido que no
sólo se quedaba en la cabeza de quien lo oía, sino que se clavaba
en el cerebro como si de unas garras de águila se tratase. Ante el
cruzado se alzaba la ciudad, fantasmal, iluminada en rojo por los
fuegos que la consumían y por la sangre que teñían el barro de su suelo, Jerusalen, la la ciudad
eterna, y sagrada, que se encontraba rodeada de un mar de dolor,
sangre y saqueo, era un pandemonium de miles de gargantas que
clamaban por su vida, los ruidos secos de golpes de metal rompiendo
huesos, aullidos, dolor y agonías de muerte.
El cruzado se sintió
cansado, alzó la cabeza lentamente y miró a aquellas calles, pardas,
sucias, que ahora se llenaban de muertos, de sangre mezclada con
barro, parecía que todos los desvelos, privaciones y sufrimientos
que durante esta peregrinación armada habían pasado, los estaba
pagando, justo la ciudad por la cual habían ido a salvar, Jerusalen,
el sepulcro de Jesús, ya eran suyos, la que fuera un sueño lejano
en las palabras de sermón de un sacerdote, ahora era real, cierta y
sin embargo el cruzado se encontraba agotado.
Con esfuerzo se apoyó contra una pared, le costaba respirar y jadeaba, su armadura, la cota de mallas, el gambesón de cuero relleno
de lana, incluso la sobrevesta le pesaban, de una manera que nunca
había notado, era algo más, no le pesaban, le oprimían, su
respiración era lenta pausada, exasperante y angustiosa. De un torpe
movimiento, se desembarazó del casco, dejándolo caer y miró
al suelo, en donde se encontraba el cadáver de un turco que acababa
de morir, y que todavía tenía en su rostro grabada la expresión de
terror que había tenido justo antes de morir.
La visión del turco era
horrible, tenía la boca abierta, con una mueca en donde se le veían
todos su dientes ennegrecidos, tenía la piel ligeramente oscura, y
con un barba en donde destacaba un gran bigote, a la costumbre de los
turcos peninsulares, sin embargo lo que le turbaba era su expresión,
de miedo, había muerto gritando, no sabía si por su vida o por el
odio hacia aquellos cristianos que veían de tierras lejanas, pero
todo eso se encontraba reflejado en aquellos ojos, en esa boca abierta de manera grotesca.
Era una expresión que le
penetró en lo más profundo del ser del cruzado, se dio cuenta que
tenía la cabeza agachada, y que no podía levantarla, y el turco que
estaba en el suelo era el turco que acababa de matar hace un momento.
Se sentía agotado y notaba como si un peso enorme le hiciese presión
en todo los músculos de su cuerpo, y haciendo un esfuerzo de
voluntad increíble trató de levantar la cabeza pero fue imposible,
no podía quitar de su cabeza esa expresión de horror del turco que
acababa de matar. Desde esa postura, lentamente observó que tenía la sobrevesta blanca manchada de sangre.
El cruzado se abstrajo y a
pesar del penetrante olor a carne quemada, fuego, y del enorme ruido
de las violaciones, y muertes, sé preguntó que si el turco también
tendría familia. Él mismo intentó
recordarse cómo era su vida tiempo atrás, hace dos años que
habían pasado tan lentamente que parecían una eternidad, muy muy
lejana, sin embargo la cara del turco se había quedado grabada en su
retina, y no podía quitársela de la cabeza. Turbado, intentó
recordar cómo era su vida, su pequeño torreón desde donde podía
ver su feudo, quiso eliminar ese rostro de su mente, pero no era capaz.
Intentó acordarse se su
señor Raimundo, Conde de Provenza, pero no pudo, busco con
desesperación, la voz de obispo Adhémar, en los sermones que había
escuchado, pero fue imposible, ni siquiera aparecían los rostros, de
mirada un tanto hueca y perdida de cuatro de sus vasallos que le
habían acompañado en la peregrinación, su torreón de aquel valle de Provenza, del que había marchado hacía ya dos largos años, nada dio resultado, ya que la visión grabada de pánico y esa mueca horrible había inundado sus pensamientos
impidiendole poder ver otra cosa.
Desesperado, escudriñó en
su cabeza todos los recuerdos más íntimos, la imagen de su esposa
esa que nunca le dio un hijo varón, la cara de su madre enmarcada en
su pelo gris lacio, el relinchar de su yegua favorita con la que
solía a cazar cuando le daba una fruta para comer, pero
una y otra vez aparecía la imagen, esa imagen, de horror, de la
desesperación ante la muerte y el odio que produce el enemigo.
Se dio cuenta que ya no
tenía la espada en la mano, que estaba en el suelo tirada,
intentó gritar de pura rabia, pero no pudo, no tenía fuerzas
suficientes, aunque aquel grito solo sirviera para poder borrar
aquella imagen incrustada en su cerebro, impotente apoyado en la
pared con la imagen del turco que acaba de matar, tan cerca de aquella
promesa de ver el sepulcro de Jesús, por el que había luchado y a
la vez tan lejano, entonces se dio cuenta. Aquella sangre de su
sobrevesta era la suya propia mientras se derrumbaba en el suelo con
la imagen de horror y desesperación del turco en su cabeza.
Cuentos cortos de Salvación y Condena, "Bárbara Galeno"
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